CAUSAS Y EFECTOS DE LA CORRUPCION EN HONDURAS
"La
corrupción es el principal desafío que enfrenta el país. Es el obstáculo más
serio para el desarrollo del sector privado, según los empresarios, y el tercer
problema más serio, después del crimen y el alto costo de la vida, según los
ciudadanos. Los hondureños perciben que la corrupción es generalizada; uno de
cada cinco hondureños ha sido víctima de la corrupción" Así dice el primer
párrafo de las "Conclusiones del Diagnóstico" contenidas en el
documento que resume la Estrategia Nacional Anticorrupción del gobierno de
Honduras.
En efecto, la
corrupción se ha convertido ya en un problema de tal magnitud e importancia que
no es posible subestimarlo ni, mucho menos, ignorarlo. Su ampliación creciente,
su gradual masificación y su innegable capacidad para reproducirse y
diversificarse a través de todo el tejido social e institucional del país, le
conceden una capacidad desintegradora muy grande y la convierten en un factor
clave para explicar y entender la crisis por la que atraviesa Honduras.
En los últimos
años, sobre todo durante el proceso de transición política desde el
autoritarismo de los regímenes militares hacia un sistema político democrático
y plural, la corrupción se ha hecho cada vez más visible y manifiesta. Es como
si la visibilidad de la corrupción se hiciera más notoria y vigente, a medida
que la sociedad se abre cada vez más hacia una convivencia democrática y
tolerante. Y por ello, no es casual que algunos analistas y estudiosos del tema
concluyan fácilmente que hay un vínculo estrecho entre la transición hacia la
democracia y el crecimiento de la corrupción, su desarrollo e
institucionalización. O sea que la democracia y la corrupción, de acuerdo a esa
visión crítica, marcharían juntas y se desarrollarían en forma paralela,
estimulándose mutuamente y generando, cada una por su lado, condiciones
oportunas para su propia ampliación y reproducción.
Esa es una
conclusión que, además de falsa, puede resultar dañina y peligrosa. La
corrupción no es inherente a la democracia ni la democracia es el mejor caldo
de cultivo para la corrupción. Lo que pasa es que la democracia, a diferencia
de los sistemas autoritarios o totalitarios de gobierno, crea las condiciones
más apropiadas para sacar a flote la corrupción, facilita el espíritu de
denuncia entre la población y genera la búsqueda de la transparencia y la
rendición de cuentas en la gestión pública. En otras palabras, la democracia,
al ampliar y vitalizar los espacios de la política, hace más visible la
corrupción y, por lo mismo, contribuye a dimensionar su significado y
consecuencias.
La corrupción en
Honduras no es un fenómeno nuevo ni es, claro está, un problema exclusivo de
nuestro tiempo. Surgió y se desarrolló a través de la historia, tiene
antecedentes definidos y causas de origen claramente establecidas. A lo largo
de su crecimiento y consolidación, la corrupción ha evolucionado a través de
diversas fases y etapas que han condicionado directamente su contenido, sus
alcances y la magnitud de su impacto al interior de la sociedad.
En la historia
reciente de nuestro país, la corrupción ha atravesado al menos por las
siguientes fases o periodos: 1) los regímenes militares; 2) la transición
política hacia la democracia y el Estado de derecho, y 3) la sociedad hondureña
post Mitch.
Conservando
siempre su naturaleza negativa y dañina, la corrupción ha mostrado rasgos y
características distintas en las diferentes fases de su crecimiento y
desarrollo, en atención a los niveles de impunidad, al secreto y misterio que
la rodea, a las demandas de transparencia que crecen entre la ciudadanía o al
clima - ora permisivo, ora intolerante - que la sociedad genera en torno de la
misma.
A. LA CORRUPCIóN
EN LOS REGíMENES MILITARES
En el largo
periodo que va desde el golpe de Estado del 03 de octubre de 1963 hasta el año
1980, cuando da inicio el proceso de transición política hacia la democracia,
la sociedad hondureña vivió casi ininterrumpidamente bajo el control absoluto
de los regímenes militares. Con la brevísima excepción del interregno político
que significó el gobierno de Ramón Ernesto Cruz (junio de 1971 a diciembre de
1972, apenas 18 meses), las Fuerzas Armadas rigieron los destinos del país,
impregnando con su estilo y autoritarismo todas las instancias de la vida
pública, la institucionalidad y la cultura política de Honduras.
Los espacios para
la crítica eran muy reducidos y las posibilidades para la denuncia pública
tenían los límites que imponía el voluntarismo castrense. En tales condiciones,
la corrupción oficial podía fluir más libremente y sin cortapisas, sin los
obstáculos de la vigilancia colectiva ni la incomodidad de la rendición de
cuentas. La impunidad que rodeaba los actos ilegales de los gobernantes
militares y sus colaboradores civiles, funcionaba como una garantía de primer
orden que aseguraba y afianzaba las estructuras, el sistema y los estilos de la
corrupción gubernamental.
La debilidad o
ausencia de los mecanismos contralores sobre la administración pública, sumadas
a la amplísima discrecionalidad de los jefes militares en el manejo de los
recursos públicos, favorecían el desarrollo de la corrupción y facilitaban su
proliferación e impunidad. Pero, en ese entonces, la corrupción todavía no
había alcanzado los niveles y el impacto que exhibe en la actualidad. Era una
corrupción más bien de carácter artesanal, originada en los espacios de la
autonomía castrense que rodeaban a los jefes militares en sus respectivas
jurisdicciones políticas. Se trataba, por así decirlo, de una corrupción más
individualizada que institucional, más ocasional que sistémica.
El contrabando, la
venta de influencias, las comisiones en las compras y contrataciones del
Estado, el cohecho o la oportuna gratificación bajo la mesa, el subsidio
político cuidadosamente calculado, el despilfarro y la generosidad espléndida,
amparados en la discrecionalidad ilímite de tal o cual jefe castrense, eran las
formas más habituales y recurrentes que adquiría la corrupción oficial en
aquéllos no tan lejanos tiempos.
La denuncia de
tales hechos, aunque se producía en forma ocasional y esporádica, todavía no
había adquirido - no podía hacerlo entonces - el carácter masivo y constante
que llegó a exhibir después. La crítica de las prácticas corruptas de los jefes
militares ocupaba un segundo lugar frente a las urgencias por el retorno a la
constitucionalidad y al Estado de Derecho. Las escasas denuncias que se
producían nunca derivaban en acciones penales concretas en contra de los
culpables por los actos de corrupción. El cuestionamiento de la conducta y el
comportamiento público de los militares no siempre encontraba la amplitud
generosa de las primeras planas ni solía estimular el espíritu crítico de la
prensa.
No es casual que
uno de los grandes escándalos de corrupción durante el periodo de los regímenes
militares, el soborno pagado por la empresa bananera transnacional United
Brands a funcionarios del gobierno castrense de entonces, sólo fuera conocido
en Honduras como resultado de su divulgación en la prensa norteamericana. La
noticia publicada en el diario Wall Street Journal en abril de 1975 desató un
vendaval de reclamos, comentarios y especulaciones en la sociedad hondureña. El
escándalo alcanzó tal magnitud, que el gobierno que presidía el entonces
general Osvaldo López Arellano no tuvo más alternativa que conformar sobre la
marcha una comisión investigadora que debía llegar al fondo del asunto y sacar
a flote las interioridades del caso. De hecho, fue la primera y más importante
comisión investigadora formada en el tiempo de los regímenes militares para
investigar un caso concreto de corrupción. Aunque sus resultados fueron un
tanto ambiguos y limitados, esa comisión permitió establecer con claridad la
naturaleza del hecho corrupto y señaló al menos a uno de sus principales
responsables. La acción penal fue limitada, condicionada en gran parte por la
impunidad reinante, y el acto de corrupción más publicitado y aireado de la
etapa militar quedó sin el merecido castigo.
La naturaleza
misma de los regímenes castrenses, con su estructura vertical y autoritaria,
unipersonal e inflexible, no era ni podía ser circunstancia propicia para la
denuncia y el rechazo de la corrupción oficial. El carácter hegemónico del
poderío militar se había convertido ya en el terreno más adecuado para el
florecimiento de la corrupción oficial. La cultura de la secretividad,
cultivada con esmero casi demencial por los jefes y jefecillos militares, así
como por sus funcionarios y servidores civiles, servía para afianzar las
condiciones de oscuridad y ocultamiento que negaban hasta la mínima posibilidad
de apertura y transparencia. El militarismo, en tanto que sistema cerrado y excluyente,
caudillesco e intolerante, favorecía el secreto y el misterio, invocando muchas
veces dudosas razones de seguridad estatal. La razón de Estado como razón
primera y causa original de la impunidad castrense.
Por todo ello, la
investigación sobre la corrupción militar no sólo resultaba difícil y
laberíntica, sino que también, a menudo, devenía en algo peor, en algo tan
siniestro como peligroso. Buscar la información, ubicarla y acceder a ella, se
volvían tareas casi imposibles cuando no aventuras peligrosas. El derecho
humano a recibir y buscar información quedaba totalmente anulado por la
voluntad omnímoda, ansiosa de oscuridad y secreto, del poder militar. Al negar
y ocultar la información, el régimen castrense bloqueaba la transparencia y
aseguraba su propia impunidad. En condiciones semejantes, la corrupción gozaba
de un ambiente óptimo para la invisibilidad y el silencio; sus posibilidades de
afianzamiento y prosperidad estaban tan aseguradas como favorables eran sus
perspectivas de desarrollo y ampliación.
Pero el carácter
individual que a menudo revestía el acto de corrupción, se convertía, sin
quererlo, en un freno que limitaba su sistematización estructural. El jefe
corrupto creaba su propio espacio, cerrado e impenetrable, de corrupción personal.
Generaba, por así decirlo, dinámicas sectoriales de corrupción artesanal y
privada. Y, de esa forma, el aparato del Estado, poco a poco, casi sin que la
sociedad se diera cuenta, se iba convirtiendo en un archipiélago de islotes de
corrupción, un conjunto heterogéneo y difuso de esferas de influencia y
prácticas corruptas tan intocables como personalizadas.
La irrupción del
narcotráfico en la década de los años setenta, en tanto que fenómeno social que
genera, estimula y difunde prácticas corruptas de nuevo tipo, sirvió, entre
otras cosas, para impulsar un mayor desarrollo de la corrupción castrense,
contribuyendo a la formación de fortunas fabulosas y vinculando a sus
protagonistas con el estilo y las prácticas del crimen organizado a nivel
internacional. Fue, por así decirlo, un nuevo, peligroso y nefasto desarrollo
cualitativo en la naturaleza de la corrupción inherente a los regímenes
militares de entonces.
El narcotráfico
iba, poco a poco, creando condiciones para un nuevo modelo de corrupción, más organizada
y profesional, más amplia y peligrosa. Generó redes corruptas al interior de
las instituciones gubernamentales, en especial las que estaban directamente
vinculadas con la represión del delito y la seguridad del Estado. Fue cooptando
gradualmente peones importantes en el andamiaje oficial, penetrando la
organización del Estado y minando las estructuras de las fuerzas militares. El
narcotráfico se fue convirtiendo en un factor disolvente y desintegrador en el
tejido social del país.
A
finales de los años setenta, como resultado de una combinación entre factores
internos y fuerzas de presión externas, en el país surgieron las condiciones
para el retorno a un régimen político constitucional y civil. Los militares se
preparaban para abandonar, al principio sólo parcialmente, el escenario
nacional, cediendo espacios a los políticos tradicionales, ávidos por retornar
al poder y recuperar el viejo protagonismo oficial. Era el momento en que
habría de comenzar el proceso de transición política hacia la democracia formal
y representativa.